martes


Y LAS RISAS SE PROPAGARON COMO EL MAS DULCE FUEGO


La ciudad impasible, monótona, se descoloraba en un invernal martes gris.
El tren arribó a la estación de Retiro; muchedumbres soñolientas se refugiaron en una apresurada pelea por asientos vacíos. Vagones enclenques fueron repletos de figuras encapuchadas, y rostros sombríos.
Era la hora del regreso; la hora de la prisa y el cansancio.
En cuestión de segundos el tren rebalsando individuos, se puso lentamente en marcha.
El correr del motor sonaba como el lamento de una ochentona, que ya muchos años han pasado por sobre ella, y que a duras penas consigue mantenerse en pie.
Los rostros reflejados en las ventanillas, lucían una mirada ausente, y el anterior frío paralizador de extremidades comenzó a dejar lugar a una ola de calor agobiante.
La ola comenzó a extenderse entre las personas, y en los rostros comenzó a apreciarse un color más rosado.
En el fondo de un vagón, sentado de cara a la ventanilla, un anciano miró el rostro rechonchado de un niño que luchaba enérgicamente contra unos enormes guantes que le cubrían ambas manos.
El niño en un arrebato de desesperación lanzó un bufido y con un fuerte movimiento consiguió liberar una de sus pequeñas manos.
Su prisionero, un guante de lana azulado, voló lejos de su dueño, para caer finalmente, en el cabello de una rubia mujer,  quien ante el cansancio de un largo día, se había sumergido en un pesado sueño, sin percibir nada de lo que sucedía.
El anciano que observaba aquella escena fascinado desde el fondo de su asiento, no pudo más que estallar en una formidable carcajada.
El niño animado por su victoria, y por la respuesta en su espectador, corrompió también en una risa igual de estruendosa que la anterior.
Ambas risas se complementaron armoniosas y fueron a dar contra todo individuo del vagón.
Rápidamente el efecto comenzó a reflejarse en la muchedumbre que contagiada ante aquella inocente alegría, no encontraba motivo de mesura.
Las risas comenzaron a circular de vagón en vagón y se propagaron como el más dulce fuego.
Los rostros antes apagados, resplandecieron confundidos.
El tren, ya encendido por completo, circuló toda la noche de estación en estación encendiendo distintos sectores de la ciudad.
Y ni el más atemorizante frío pudo apagar la llamarada de aquella noche,
la tragedia y monotonía retrocedieron rendidas a esconderse, para darle lugar, a las fervientes carcajadas de los transeúntes distraídos.

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