sábado

Remordimientos pagados.
Escuché que alguien en un susurro pronunciaba mi nombre y simultáneamente me di vuelta con temor en los ojos, sin embargo, parecía que mis oídos me habían pasado una mala jugada, ya que detrás de mí solo había un par de personas, cada una en su propio mundo, relacionándose solo con pequeños aparatos tecnológicos que cada vez iban remplazando más a los individuos.
El colectivo paró y me apresuré a bajar, solo me quedaban unas cuadras, en un par de horas todo habría terminado y podría disfrutar de lo que siempre había deseado. ¿Todo lo que siempre había deseado?, esquivé esa pregunta mientras aceleraba el paso. De nuevo sentí que alguien me llamaba dulcemente, y me giré rápido esperando encontrar al dueño de aquella voz de miel. Pero nuevamente parecía que nadie había pronunciado mi nombre, la calle estaba vacía y silenciosa, solo la interrumpían los zumbidos de flameantes autos que apenas parecían rozar la calle.
Me encaminé esta vez más velozmente, asegurándome de que el miedo era la causa de que escuchara voces.
Me detuve frente a las rejas de una vistosa casa, y tomando aire, toqué timbre. Ella no tardó mucho en salir, siempre había sido de esas mujeres que están listas rápido. Se acercó a mí y me sonrió tiernamente, lo que me hizo sentir aún peor.
Sus ojos chispeaban adrenalina y ansiedad, y haciéndome señas para que la siguiera se dirigió hacia un auto pequeño, pero suntuoso. Aceleró rápidamente, apenas dándome tiempo para acomodarme. Ella había insistido en pasarme a buscar, pero la había convencido de lo contrario, por suerte. Cuanto menos tiempo pasara con ella, menor sería mi culpa.
-Ya casi llegamos. ¿Te das cuenta de lo importante que es esto?- me preguntó con esa emoción que tanto conocía en su voz.
Asentí dirigiendo la mirada al cielo.
El coche frenó a la orilla del río, y nos apresuramos a bajar. Saqué la carta de la abuela y observé el lugar, tendrían que estar por allí, las reliquias de toda una generación. Tomé una pala de su auto y me dirigí hacia donde la anciana describía que lo había enterrado. Era increíble que hubiese esperado hasta su muerte para revelar que había un gran tesoro escondido en las orillas del río que nos pertenecía.
Pero al llegar al lugar que señalaba la carta, observé con asombro  que alguien ya había cavado un pozo allí. Y antes de que pudiera reaccionar, una fuerza extraña me tomó fuertemente de atrás y me empujó hacia un rincón entre dos árboles.
Aunque la oscuridad era absoluta, pude reconocer su rostro sin esfuerzo. Y me permití largar un suspiro de alivio.
Sin embargo había algo en su expresión que me asustaba y que me hacía desconocerlo.
- No te preocupes por el tesoro, hace tu parte del plan ahora - me ordenó con frialdad.
Escuché la voz de ella llamándome, y con un nudo en la garganta fui en su búsqueda.
A partir de allí, las cosas sucedieron en cámara lenta: ella estaba de espaldas, por lo que aproveché a sacar el cuchillo, pero al oír mis pasos se dio vuelta observando con ojos atónitos cómo lo clavaba en su corazón. Antes de cerrar los ojos por última vez, me dirigió una mirada de reproche, una de esas tantas que le había visto hacer a lo largo de nuestra vida.
Con sangre en las manos, me apresuré a tomar la llave de la abuela de su bolsillo, y aún temblando, corrí a buscarlo a Esteban. Pero él ya estaba a unos pasos esperándome, observando la escena con un brillo de satisfacción en los ojos.
Me lancé a sus brazos y las lágrimas salieron a borbotones, no podía controlarlas, y sin parar de sollozar murmuré:
- Mi única hermana... ¿Valió la pena?
Y fue en ese momento cuando sentí un fuerte dolor en el pecho, que se iba extendiendo. Sentí el calor de mi sangre recorrer la herida, y cómo mi cuerpo se iba dejando caer, hasta llegar al piso. Abrí los ojos y observé cuando Esteban tomaba mi mochila y con un beso se despedía, dejando la muerte detrás suyo. Me permití dirigir una mirada hacia el costado en el que ya reposaba mi hermana, y largando un último suspiro, me dejé llevar por una voz de miel que me llamaba.