viernes

Una cucharada de azúcar disolviéndose en el turbio océano de su café. En qué pequeñas dosis se podía beber el placer, apenas un sorbito de alegría para devolverle ese cable a tierra.
Levantó la cuchara que nunca llegaría a quemar su lengua, y en ella esa gota negruzca, tibia para el alma, que caería vertiginosamente sobre el mantel, para derramarse y ser olvidada.
Un papel golpeando la puerta había bastado para que días atrás renuncie a sus sábanas, sus paredes y a su apocada vista a la calle. Un papel para que el frío le cubriera la espalda y el temor lo despertara.
Pero esta vez, no fue una carta la que entró por aquella puerta. Ni siquiera fue un golpe la que sacudió su entrada. La destrucción no pidió permiso. Aquellos vestidos de personas con alma de bestias, irrumpieron en su habitación. Alguien lo había delatado.
Ya desprovisto de pertenencias, de identidad y de humanidad pensó en una llamada que nunca había realizado, un gracias que nunca había devuelto, un beso al que nunca se había animado, y ese último café que nunca había disfrutado.
En un país mas al sur, un hombre de uniforme e insignas. Un hombre con escritorio y bigote llenó papeles, masculló ordenes, gritó innecesariamente, y dejó, que una gran taza de café, se enfriara.

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